martes, 19 de enero de 2010

Segunda vuelta: El susurro

I (Uno)

Aún puedo acariciarla un poco más antes de levantarme. Ella mientras me dibuja con palabras; deja caer cada una de ellas moviendo los labios a lo largo de mi cuello...
Hace ya unas horas que mi barba ha empezado a pinchar. Sin embargo, esas palabras pueden suavizarlo todo. No conozco otro placer. Me sigue susurrando al oído. Me pide que esta mañana no me vaya, que me quede con ella, que… No la oigo bien, habla cada vez más bajito. Habla en sueños. Me habla susurrando. El susurro se hace más y más silencioso, tan sutil como un beso de despedida lanzado desde el coche.
Son las ocho menos cuarto y la radio del despertador ha empezado a sonar. Me doy la vuelta resistiéndome a despertar. Abro y cierro los ojos. Me restriego las manos por la cara y dejo escapar un largo bostezo.
En la ducha tengo que cerrar los ojos para que no me entre el jabón. Me afeito en el otro baño y me visto en el salón dando sorbos al café. Llegando al segundo desde el séptimo donde me monté en el ascensor, me miro en el espejo y la busco en mis ojos. Acerco la cara hasta que mi respiración empaña el reflejo. Estoy seguro de que tengo que haberla atrapado en mi retina; la he mirado tanto...
Consigo evitar al mundo bajando rápido las escaleras del metro. Es curioso cómo cuando caminas entre multitudes de cuerpos sientes ser el único que esquiva a los demás. Cuatro paradas, un trasbordo, más gente, dos paradas, otro tren, salen empujando, un pasillo, giro a la derecha, escaleras mecánicas, tornos, el típico guarda, veintiún peldaños más y no quiero el periódico gratuito. La trabajadora que lo reparte no se cree mi sonrisa. Al fin y al cabo me da igual. Durante el medio reloj que dura mi camino no he podido apartarla de mi cabeza. Algo me iba a decir, pero preferí disfrutar del poco tiempo de susurro que me quedaba.

II (Dos)

No ha parado de llover desde que salí de casa. Hace unos días que el tiempo no consigue tranquilizarse, nada extraño en primavera. No molesta demasiado, pero a la mayoría parece ser que sí. Desde hace dos semanas y media el número de mis clientes ha aumentado bastante, y eso es algo bueno cuando trabajas en una agencia de viajes sin haber salido del país y llevándote comisión por cada venta. La gente reserva sus vacaciones con meses de antelación como buscando un consuelo anticipado a sus rituales cotidianos. Normalmente no consiguen más que seguir alimentando su rutina: ―Hotel cerca de la playa, por favor; si puede ser, búsqueme un asiento de ventanilla, que no esté cerca de la cabina, ni a la altura del ala ni en la cola; me hará un descuento, ¿verdad? Y yo se lo hago. Le resto el ocho por ciento al total que antes había aumentado. Ellos contentos, yo también.
Se suceden unos a otros en intervalos distintos, a veces demasiado breves para poder olvidar lo que me han dicho.

III (Tres)

Dos y media. Salgo de mi impuesto entretenimiento matinal y camino hacia el metro. Una vez en el andén, voy paralelo a las vías observando a mis futuros compañeros de viaje. Demasiadas caras distintas para un mismo tren; para una misma dirección. Esto no me gusta nada. Decido coger un taxi. Salgo de la estación recorriendo de nuevo mis pasos, pisados ya por tanta gente.
Arriba ha dejado de llover. El tiempo cambia; el recuerdo de un susurro no. Subiendo por la acera para encontrar un lugar donde no haya tanto tráfico, intento no tropezar con los hombros de los demás ―¡nunca se apartan! Todos caminan con ímpetu, ausentándose del mundo, como si fueran directos a cumplir con alguna obligación vital. Solo hay que observar sus caras, fijarse en ellos cuando esperan al hombre verde del semáforo para poder cruzar, ver cómo miran sus relojes o sus móviles mientras sienten que pierden cada segundo que están ahí parados. Cuando los coches se detienen se provoca la estampida. Puedo pasar el último, pero su prisa se me ha contagiado. Decidido a ser uno de ellos me abro paso como puedo y comienzo mi carrera de obstáculos.
Camino rápido.
Más rápido.
A estas alturas los coches se estorban unos a otros de tal manera que los semáforos ya no me suponen ningún problema. Los policías de tráfico ven truncados sus vagos intentos de deshacer esta aglomeración de tubos de escape.
Cuatro calles. Tuerzo a la derecha por una que parece despejada. He elegido bien y desemboco en una gran avenida con tres carriles po sentido. Tengo que cruzar. Extasiado por haber abandonado el infierno en el que me encontraba, me lanzo a cruzar la carretera.


Mi vida pasa a la velocidad de un autobús. Antes de que me atropelle puedo ver los ojos del conductor preguntándome por qué.


IV (Cuatro)

Gritos, gritos y gritos. No puedo moverme. Unas manos me cogen. Unas puertas se cierran a mis pies. Y un estridente ruido de sirena. Todo se mueve. Hay voces a mi alrededor que no paran de hablar. Me adormezco y me despiertan continuamente. Los párpados me pesan y tiran hacia abajo. Casi no puedo respirar. Siento mi pecho rozándose con la espalda. Hay blancos guantes de látex que me tocan sin que pueda sentirlos. La sirena se va y vuelve. Va y vuelve. Va...
Continúo viajando en mi duermevela mientras noto me agitan y zarandean mi cuerpo, cada vez más lejos de mí. Siento una fuerte presión en los pulmones que me hace abrir los ojos. El movimiento es cada vez más insoportable, como el ruido de esa sirena. Entre sueños. Todo se para de golpe. Las puertas se vuelven a abrir y me sacan fuera. Tumbado en una camilla, sonámbulo, veo pasar encima de mí algo parecido a las luces de un túnel. Me levantan entre cuatro y me dejan caer sobre una cama. Alguien se acerca. Me dice su nombre pero no llego a escucharlo. Siento un fuerte pinchazo en el brazo. Lo siguiente es el ruido de una máquina que casi acompaña mi respiración.


V (Cinco)

Puedo sentirla. Está aquí. Ha venido. Noto cómo adelgaza sus palabras en mi oído y me susurra. No entiendo lo que me dice.
Intento concentrarme en ella. Todo el día he pensado en aquellas palabras que no pude entender cuando me desperté. Parecía una despedida. Me pidió que no me fuera…
La máquina que está en la mesa, al lado de la cama, sigue pitando. Un pitido. Tres segundos de silencio. Otro pitido. Silencio. Y ella conmigo. No la veo, pero puedo sentirla cerca.
Este dolor pectoral es cada vez más insoportable: me rasca; me quema; como si las costillas fueran cuchillas afiladas que se clavan en lo más profundo de mí: y esta tos: esta tos que no para: tos y pitidos.
—Tranquilo…
—¿Eres tú? ¿Te he oído?
—…
Debo estar empezando a tener alucinaciones. Juraría que me ha dicho algo. Tengo que poder oírla, pero, ¿cómo? Con estos pitidos y la tos no lo conseguiré. Casi no puedo moverme, pero tengo que desenchufarme de esta máquina. Solo así habrá más silencio y ella me podrá hablar.
Alargo el brazo y tanteo encima de la mesa mientras vuelve otro ataque de tos. Tengo las comisuras de la boca totalmente mojadas de las flemas. No puedo desistir. Distingo un cable que sale de la máquina y tiro de él.
El pitido se ha parado, pero mi respiración también comienza a hacerlo…
—Te dije que no te fueras…
Cada vez la oigo mejor. Esa voz. Su voz…
—Yo solo era un sueño. No podías despertar porque si no acabarías matándome, pero ahora…
—¡Un sueño! Entonces… ¿Por qué puedo oírte?
—El susurro es el idioma de los sueños. Tú también vas a convertirte en sueño.
Casi no respiro. Tengo la boca abierta e intento coger aire, pero mis pulmones no permiten que entre. De mis labios sale lo justo para susurrar… El dolor desaparece. No veo nada. Ella cada vez está más cerca de mí. La oigo con toda la claridad. Ese susurro. El susurro es el siguiente paso al silencio; es el silencio que empieza a ser oído; es el silencio que dejé esta mañana en la cama.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Primera vuelta: el autoengaño


Clara. Eso me contestó cuando le pregunté su nombre.

Ayer fue el cumpleaños de la hija menor de mi jefe, Paola, no Paula. Como la mayor, Alejandra, no Sandra. No es más que otra de las reglas no escritas: poner nombres sonantes, autoritarios, capaces de concentrar en ellos mismos toda una personalidad. Al final solo queda la apariencia, y la obligación de modular incómodamente la boca cada vez que los pronuncias.
Para la celebración del aniversario de su pequeña habían organizado una gran fiesta-circo en un prestigioso hotel de la capital.
«... A las nueve y media», rezaba la invitación que había recibido una semana atrás. Y finalizaba con un «Se exige etiqueta».
―¿Cómo no?, pensé.

Cuidando mi salud laboral fui a la fiesta. Llegué a la hora en punto. «On the clock», como dicen los ingleses.
Una alfombra roja se extendía desde la entrada hasta el salón, custodiado por dos enormes portones blancos. Al entrar, el ruido de las voces de la gente que conversaba, reía, gritaba ―y seguro que alguien en silencio lloraba― se fundía entre la melodía de las notas altas y bajas de un piano situado al fondo encima de un pequeño escenario. Me adentré poco a poco saludando con el gesto a quienes conocía: un movimiento de cabeza, de mano o simplemente un levantamiento de cejas. Fui a la barra y pedí una copa. Mientras el camarero me la servía miré alrededor de la sala intentando buscar algo. No sé, algo. Supongo que algo diferente. Pero, ¿soy yo diferente? ¿Quiero serlo?
Su copa.
Agarré el vaso y me di la vuelta. Mientras tomaba los primeros sorbos seguí mi expedición visual. Así esa copa. Y otra. Cuando me vi con fuerzas fui a saludar a mi jefe. También a su mujer. Felicité cortésmente a su hija Paola, no Paula, crucé algunas palabras en formato estándar y volví a la barra.
A esas horas el piano acompañaba el baile de ciertos viejos ricachones pasados de gin-tonic que bailaban con jóvenes pícaras con ganas de prosperar. Menuda escena. Y otra copa. Mientras intentaba hacer croquis de sus vidas empecé a preguntarme cuánto distaba la mía de las suyas. ¿Estoy viendo mi futuro? En ese caso, ¿qué me habría llevado a renunciar a mi dignidad? ¿Acaso aún conservo la dignidad? ¿Cuándo la perdí?
Esas elucubraciones no me hacían nada bien, y tampoco me llevaban de momento a ningún sitio. Pedí otra copa. Otro gin más. Como ellos. Me di otra vuelta por el salón y hablé con unos y algunos. Risas estúpidas. Risas sociales. Cortesía social. Eso me gusta. Pragmáticamente nos relacionamos con los demás de acuerdo a unas normas de cortesía que están establecidas socialmente. ¡Bah!, aseguro que a las dos y media ya había infringido cada una de ellas, alguna más de una vez.

Pasé por el baño antes de salir.

Una vez fuera encendí un cigarro para sentirme menos solo durante el camino. Cuando levanté la cabeza recorrí con la mirada de abajo arriba el cuerpo de una mujer que me daba la espalda en la acera de enfrente. Me ajusté la chaqueta, me acerqué y por la espalda le di las buenas noches. No se asustó. Se dio la vuelta y con una sonrisa me dijo que había visto cómo salía tropezándome del hotel.
―Clara, me contestó cuando le pregunté su nombre. Clara, como su piel. Clara, como se había quedado la noche al cruzarme con ella.
Tras una breve charla propuse una copa en mi apartamento. Ella aceptó. Vivo cerca, así que en vez de coger un taxi fuimos andando. La conversación comenzó a fluir a los pocos pasos. Ella preguntaba. Abría la boca y moldeaba los labios interesándose por mí. Yo contestaba complacido. No podía negarme. Te aseguro que no podía.

Llegamos al portal, abrí la puerta y pasó delante de mí: un metro setenta, más ocho centímetros de tacón. Por las piernas subía un vestido que se abrazaba a ellas y a todo su cuerpo como si estuviera orgulloso de ir puesto en semejante modelo. Un chal negro cubría sus hombros, sobre los que reposaban unos bucles del color del atardecer.

Al entrar hizo alguna observación sobre mi piso. Le gustaba, decía que era acogedor, romántico en cierto modo, aunque dejó caer que había muchos papeles sin orden alguno.
―Mi orden, repuse yo mientras descorchaba una botella de vino. Ella sonrió al tiempo que levantaba la mirada buscando mis ojos. Llené dos copas y brindamos.
―Por nosotros, dijo.
―Por nosotros, secundé.
Nos sentamos en el sofá. Bebimos y hablamos. Bebimos y hablaba. Ella.
Al cabo de cuatro copas se había ido acercando a mí. Primero a través de gesticulaciones que dibujaban sus palabras. Después tomó contacto conmigo, un suave empujón, una caricia en la cara... hasta agarrar mi mano. En ese momento me tartamudeó la respiración. Ella lo notó. Volvió a sonreír y se sentó sobre mis piernas clavándome los ojos. Ni una palabra. Se acercó y cogiendo mi cabeza entre sus manos la acercó hasta el cuello pidiéndome que la besara. Despacio. Besé cada pizca de su cuello mientras me desabrochaba la camisa. Se levantó y de camino al dormitorio fue dejando caer su vestido. La seguí, casi con los ojos cerrados, como si pudiera intuirla, tropezando con la botella de vino que estaba en el suelo.

Sudor.
Mucho sudor de pasión recorría su piel.
Blanca.
Muy blanca.

El sexo y el alcohol son el mejor somnífero. Dormí como un niño el resto de la noche.

Por la mañana una ducha y un café con tostadas. Luego me visto. Mientras me miro en el espejo para ajustarme la corbata pienso en Clara, quien esta noche salvará la vida de otro, que quizá le pague más que yo.

domingo, 1 de junio de 2008

En silencio


«Mi silencio les estorba. Yo era como botella al revés cuya agua no puede salir porque la botella está demasiado llena».
(L. Tolstoi)

Dicen que cuando no tienes nada que decir es mejor callarse... o no. Muy probablemente cualquiera que piensa este disparate no se ha parado nunca a escuchar el silencio; o un poco más difícil, a hablar en silencio. Y es que es verdad, hacemos sentir mucho más cuando mandamos nuestras palabras de vacaciones. Así, como en la música, en el pentagrama donde escribimos para comunicarnos son importantes los silencios. Ellos también tienen su lugar. Igual los hay largos y cortos, como graves y alguno que otro subido de tono... Cuantas veces nos ha delatado nuestro silencio, pero cuantas veces nos hemos besado por quedarnos en silencio. Porque no diciendo nada se dice todo, porque quien calla otorga sin saber que en ese momento lo está gritando. Sin embargo el silencio puede doler. Van aquí silencios en forma de vueltas; mis silencios, aquellos que hicieron daño, aquellos que hicieron sonreir, aquellos con los pasamos las noches que se hacen de día, aquellos que no llegué a decir... Empiezo.