jueves, 27 de noviembre de 2008

Primera vuelta: el autoengaño


Clara. Eso me contestó cuando le pregunté su nombre.

Ayer fue el cumpleaños de la hija menor de mi jefe, Paola, no Paula. Como la mayor, Alejandra, no Sandra. No es más que otra de las reglas no escritas: poner nombres sonantes, autoritarios, capaces de concentrar en ellos mismos toda una personalidad. Al final solo queda la apariencia, y la obligación de modular incómodamente la boca cada vez que los pronuncias.
Para la celebración del aniversario de su pequeña habían organizado una gran fiesta-circo en un prestigioso hotel de la capital.
«... A las nueve y media», rezaba la invitación que había recibido una semana atrás. Y finalizaba con un «Se exige etiqueta».
―¿Cómo no?, pensé.

Cuidando mi salud laboral fui a la fiesta. Llegué a la hora en punto. «On the clock», como dicen los ingleses.
Una alfombra roja se extendía desde la entrada hasta el salón, custodiado por dos enormes portones blancos. Al entrar, el ruido de las voces de la gente que conversaba, reía, gritaba ―y seguro que alguien en silencio lloraba― se fundía entre la melodía de las notas altas y bajas de un piano situado al fondo encima de un pequeño escenario. Me adentré poco a poco saludando con el gesto a quienes conocía: un movimiento de cabeza, de mano o simplemente un levantamiento de cejas. Fui a la barra y pedí una copa. Mientras el camarero me la servía miré alrededor de la sala intentando buscar algo. No sé, algo. Supongo que algo diferente. Pero, ¿soy yo diferente? ¿Quiero serlo?
Su copa.
Agarré el vaso y me di la vuelta. Mientras tomaba los primeros sorbos seguí mi expedición visual. Así esa copa. Y otra. Cuando me vi con fuerzas fui a saludar a mi jefe. También a su mujer. Felicité cortésmente a su hija Paola, no Paula, crucé algunas palabras en formato estándar y volví a la barra.
A esas horas el piano acompañaba el baile de ciertos viejos ricachones pasados de gin-tonic que bailaban con jóvenes pícaras con ganas de prosperar. Menuda escena. Y otra copa. Mientras intentaba hacer croquis de sus vidas empecé a preguntarme cuánto distaba la mía de las suyas. ¿Estoy viendo mi futuro? En ese caso, ¿qué me habría llevado a renunciar a mi dignidad? ¿Acaso aún conservo la dignidad? ¿Cuándo la perdí?
Esas elucubraciones no me hacían nada bien, y tampoco me llevaban de momento a ningún sitio. Pedí otra copa. Otro gin más. Como ellos. Me di otra vuelta por el salón y hablé con unos y algunos. Risas estúpidas. Risas sociales. Cortesía social. Eso me gusta. Pragmáticamente nos relacionamos con los demás de acuerdo a unas normas de cortesía que están establecidas socialmente. ¡Bah!, aseguro que a las dos y media ya había infringido cada una de ellas, alguna más de una vez.

Pasé por el baño antes de salir.

Una vez fuera encendí un cigarro para sentirme menos solo durante el camino. Cuando levanté la cabeza recorrí con la mirada de abajo arriba el cuerpo de una mujer que me daba la espalda en la acera de enfrente. Me ajusté la chaqueta, me acerqué y por la espalda le di las buenas noches. No se asustó. Se dio la vuelta y con una sonrisa me dijo que había visto cómo salía tropezándome del hotel.
―Clara, me contestó cuando le pregunté su nombre. Clara, como su piel. Clara, como se había quedado la noche al cruzarme con ella.
Tras una breve charla propuse una copa en mi apartamento. Ella aceptó. Vivo cerca, así que en vez de coger un taxi fuimos andando. La conversación comenzó a fluir a los pocos pasos. Ella preguntaba. Abría la boca y moldeaba los labios interesándose por mí. Yo contestaba complacido. No podía negarme. Te aseguro que no podía.

Llegamos al portal, abrí la puerta y pasó delante de mí: un metro setenta, más ocho centímetros de tacón. Por las piernas subía un vestido que se abrazaba a ellas y a todo su cuerpo como si estuviera orgulloso de ir puesto en semejante modelo. Un chal negro cubría sus hombros, sobre los que reposaban unos bucles del color del atardecer.

Al entrar hizo alguna observación sobre mi piso. Le gustaba, decía que era acogedor, romántico en cierto modo, aunque dejó caer que había muchos papeles sin orden alguno.
―Mi orden, repuse yo mientras descorchaba una botella de vino. Ella sonrió al tiempo que levantaba la mirada buscando mis ojos. Llené dos copas y brindamos.
―Por nosotros, dijo.
―Por nosotros, secundé.
Nos sentamos en el sofá. Bebimos y hablamos. Bebimos y hablaba. Ella.
Al cabo de cuatro copas se había ido acercando a mí. Primero a través de gesticulaciones que dibujaban sus palabras. Después tomó contacto conmigo, un suave empujón, una caricia en la cara... hasta agarrar mi mano. En ese momento me tartamudeó la respiración. Ella lo notó. Volvió a sonreír y se sentó sobre mis piernas clavándome los ojos. Ni una palabra. Se acercó y cogiendo mi cabeza entre sus manos la acercó hasta el cuello pidiéndome que la besara. Despacio. Besé cada pizca de su cuello mientras me desabrochaba la camisa. Se levantó y de camino al dormitorio fue dejando caer su vestido. La seguí, casi con los ojos cerrados, como si pudiera intuirla, tropezando con la botella de vino que estaba en el suelo.

Sudor.
Mucho sudor de pasión recorría su piel.
Blanca.
Muy blanca.

El sexo y el alcohol son el mejor somnífero. Dormí como un niño el resto de la noche.

Por la mañana una ducha y un café con tostadas. Luego me visto. Mientras me miro en el espejo para ajustarme la corbata pienso en Clara, quien esta noche salvará la vida de otro, que quizá le pague más que yo.

domingo, 1 de junio de 2008

En silencio


«Mi silencio les estorba. Yo era como botella al revés cuya agua no puede salir porque la botella está demasiado llena».
(L. Tolstoi)

Dicen que cuando no tienes nada que decir es mejor callarse... o no. Muy probablemente cualquiera que piensa este disparate no se ha parado nunca a escuchar el silencio; o un poco más difícil, a hablar en silencio. Y es que es verdad, hacemos sentir mucho más cuando mandamos nuestras palabras de vacaciones. Así, como en la música, en el pentagrama donde escribimos para comunicarnos son importantes los silencios. Ellos también tienen su lugar. Igual los hay largos y cortos, como graves y alguno que otro subido de tono... Cuantas veces nos ha delatado nuestro silencio, pero cuantas veces nos hemos besado por quedarnos en silencio. Porque no diciendo nada se dice todo, porque quien calla otorga sin saber que en ese momento lo está gritando. Sin embargo el silencio puede doler. Van aquí silencios en forma de vueltas; mis silencios, aquellos que hicieron daño, aquellos que hicieron sonreir, aquellos con los pasamos las noches que se hacen de día, aquellos que no llegué a decir... Empiezo.